Lc 13,1-9
1-
Lucas 13,1-6. En aquel momento se presentaron algunos a contarle que Pilato había
mezclado la sangre de unos galileos con la de las víctimas que ofrecían. Jesús
les contestó: --¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás,
porque acabaron así? Os digo que no; y si no os enmendáis, todos vosotros
pereceréis también. Y aquellos 18 que murieron aplastados por la torre de
Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén?
Os digo que no; y si no os enmendáis, todos vosotros pereceréis también.
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Cuando
unas personas son víctimas de una desgracia (un accidente de aviación o de
coche), algunos imaginan que ha sido castigo de Dios. Hoy, todavía no faltan
quienes atribuyen tales desgracias a una decisión de Dios, que desea castigar
de este modo. Al avanzar la cultura en la sociedad, disminuye el número de los
que imaginan que Dios procede así.
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Examinemos
los dos casos que nos trae el evangelio: el primero es de unos galileos que
mientras ofrecían unos sacrificios en el templo, los soldados de Pilato les
mataron. La desgracia es producida por la violencia de la autoridad romana
encargada de velar por el buen orden. Intervienen también los galileos, de
ideas nacionalistas, que, cuando iban a Jerusalén por pascua, fácilmente se
exaltaban y producían alborotos en el atrio del templo. Es la acción humana,
pues, la responsable de las muertes producidas.
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El
2º caso es diferente. Se menciona el derrumbe de la Torre de Siloé, que era
parte de la 1ª muralla que rodeaba Jerusalén. Murieron 18 personas. Según
Jesús, no fue castigo de Dios. Tal vez, se podía haber evitado esta desgracia,
porque los edificios, las murallas, debido a su mal estado, pueden causar
muertes si no se mantienen en buen estado.
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Así
pues, ninguno de los dos casos citados en este pasaje evangélico se puede
atribuir a Dios, ya que en el primer caso los causantes fueron Pilatos y los
galileos, y en el 2º, el mal estado de conservación de la Torre de Siloé.
2- El terremoto de Lisboa. Traemos aquí para nuestra reflexión un tercer caso: el
terremoto de Lisboa, ocurrida en 1755, donde fallecieron unas 75.000 personas.
Por aquellos años, mucha gente lo relacionó con Dios. Voltaire le culpó abierta
y desgarradoramente de lo ocurrido. No estaría bien, decía, acusar a Dios por
un ataque de fiebre, pero sí por lo acontecido en Lisboa. Por lo visto, hasta
1755 había en Voltaire, casi a partes iguales, un poco de ironía, un poco de
esperanza y un poco de amargura. A partir de esa fecha no le quedó ya apenas
más que la amargura. Suya es esta dura crítica contra la providencia divina: Dios se preocupa por la felicidad de los
hombres tan poco como el capitán de un barco por las ratas que pululan en su
bodega.
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Rousseau,
en cambio, buscó a Dios y le encontró todo género de disculpas. Prefirió mirar
por el otro lado, para el lado de los humanos, y reprochó a los habitantes de
Lisboa que hubieran construido edificios elevados. Y no tiene reparo alguno en
aducir como disculpa para Dios, que tal vez las víctimas de Lisboa se ahorraran
males mayores como, por ejemplo, una prolongada enfermedad. El resto lo puso la
piedad sincera de este gran pensador (MANUlEL FRAIJÓ. Dios,
el mal y otros ensayos. Trotta, pág. 12-13)
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¿Qué
decir de este caso y de mil semejantes, que, al parecer, Dios los podría
remediar con su omnipotencia? El hombre es un buscador de Dios. No le ve cara a
cara, pero va descubriendo destellos y huellas. Dios es misterio grande.
Nosotros somos misterio pequeño. Dios siempre es más, Dios siempre es mejor,
Dios siempre es distinto de lo que pensamos e imaginamos. Si ya el hombre es
siempre más con minúsculas, ¿qué será Dios? ¿Nos
resulta fácil comprender esto? No. Entonces, ¿con qué nos quedamos? Nos
quedamos con que Dios es un Padre misterioso.
3- ¿De dónde viene el sufrimiento? De la misma condición humana creada. El Dios que crea, necesariamente hace algo finito: una
criatura inevitablemente limitada. La
finitud de lo creado trae consigo, en consecuencia una actuación limitada,
imperfecta. Esa es la razón de las imperfecciones del mundo.
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El
mal es el precio de la existencia finita. Los pensadores lo han dicho de muchas
maneras: la tristeza y la gloria de lo
finito (P. Ricoeur). De ser y no ser
del todo, la esperanza que siempre supera a la realización (E. Bloch).
Queda una punzante melancolía de las
cosas (Tanizaki) que no se termina de
erradicar jamás.
4-
Dios es el Anti-mal. La realidad finita nos emplaza a
todos los seres humanos, creyentes o no, ante la empinada cuesta de la
limitación y de su inercia pecaminosa. Tenemos que hacer nuestra vida, realizarnos,
hacer un mundo habitable y para todos dentro de la finitud. Y esto,
recordémoslo, de una forma adulta, responsable, siempre ante Dios, pero como si Dios
no existiera.
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Este
Dios no manda ni permite el sufrimiento y el mal. Está a nuestro lado como el
gran acompañante, como con Jesús, el Hijo, en la cruz, pero sin sacarles las castañas del fuego. Lucha
a nuestro lado como el Anti-mal, pero lucha en nuestra lucha, trabaja por
extirpar el mal en nuestros propios esfuerzos y búsquedas. No hay milagros ni
magia; hay silenciosa presencia.
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La
cruz de Cristo es la gran corroboración de esta presencia silenciosa de Dios.
Marcos (15,34) presenta a Jesús que muere, ante el silencio de Dios, abandonado de Dios (Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?), pero habrá que
decir siempre: Ante Dios y en Dios. Es
decir, la muerte de Jesús nos pone ante la realidad de un Dios que se ha hecho
impotente y débil en el mundo, para así posibilitarnos ser nosotros mismos. (JOSÉ Mª MARDONES. Matar a nuestros
dioses. PPC. Pág. 84-86).
P. Pedro Olalde.